Pese a las pretensiones de “éxito” por parte de Bush y su procónsul Petraeus, la “avanzada” de tropas en Iraq no ha conseguido sus objetivos. Las bajas del lado estadounidense descendieron en el inicio –han vuelto a aumentar en el reciente periodo–, en gran parte porque Estados Unidos financió a milicias sunitas, que previamente apoyaban y mantenían a Al Qaeda, para que atacasen a sus ex aliados. Iraq se encuentra, no obstante, más dividido que nunca, con las milicias sunitas y chiítas sangrientamente irreconciliadas entre sí y con los ocupantes estadounidenses. Cuando el ejército estadounidense se vean forzadas a retirarse, incluso a las bases regionales que han planeado, las divisiones y tensiones étnicas latentes podrían desencadenar de nuevo una guerra civil entre sunitas y chiítas. Incluso aunque Iraq no se desmiembre completamente, podría terminar como Líbano: un entramado de esferas de influencia y enclaves étnicos que compiten cruentamente entre sí.
Los kurdos fueron el único sector de la población iraquí que ofreció refuerzos no cualificados a la invasión estadounidense. Nosotros advertimos en su momento de que Estados Unidos traicionaría a los kurdos cuando sus intereses vitales entrasen en juego. Esto ha quedado demostrado en la invasión turca del Kurdistán, consentida por el régimen de Bush, que previamente había declarado “organización terrorista” al PKK.
Turquía es, en última instancia, un puntal más importante para Estados Unidos en la región que la entidad kurda en el norte de Iraq. El partido de Erdogan, Justicia y Desarrollo (AKP), ha procurado enfundarse los colores de una versión islámica de la democracia cristiana alemana, vinculada a la religión pero autoproclamada “democrática”. Había llegado, incluso, a atraer cada vez más apoyo de la minoría kurda existente en Turquía, pero ese apoyo ha quedado gravemente minado por la invasión. Es probable que, a partir de ahora, el conflicto con los kurdos se intensifique dentro de Turquía, y se podría propagar a países vecinos con poblaciones kurdas considerables, como Siria, Irán y la zona septentrional del mismo Iraq.
Además, los ya catastróficos costes que la invasión militar de Iraq ha supuesto a Estados Unidos y su legado, han escalado exponencialmente, como ha apuntado el ex economista en jefe del Banco Mundial, Joseph Stiglitz. Éste ha argumentado de manera convincente en un libro recién publicado que el coste último rondará los 3 billones de dólares, una cifra incluso dos o tres veces mayor que la del “escenario apocalíptico” del balance general propuesto en el momento de la invasión. ¡Diez días de gasto estadounidense en Iraq equivalen a la ayuda total anual de Estados Unidos a África! Dado el subyacente debilitamiento de la economía estadounidense, se plantea el dilema de cómo sostener su hinchado gasto militar.
Se han establecido comparaciones entre Estados Unidos y el Imperio Romano. Secundando a Fidel Castro y Hugo Chávez, son muchos en el mundo neocolonial los que se refieren a Estados Unidos como “el imperio”, sin más. Incluso comentadores burgueses –como sabemos–, especialmente los neocons, se han mostrado satisfechos con esta comparación, ya que previamente implicaba una continuación del ilimitado poderío militar, que permitiría a Estados Unidos imponer su voluntad sobre el resto del mundo. Esta era la concepción predominante cuando Estados Unidos se presentaba como implacable tras los sucesos del 11 de septiembre, primero en Afganistán y luego con la campaña de “conmoción y terror” de la fase inicial de la invasión a Iraq. Sin embargo, la guerra puso sobre la mesa las rivalidades interimperialistas que se habían gestado en el periodo previo.
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